Escribe Susana Merlo
Mientras el Poder Ejecutivo finalmente encaró la loable misión de tratar de recomponer el frente internacional, volviendo a relacionarse con la mayor cantidad de países posible, como forma de mejorar las relaciones comerciales, y también las reticentes inversiones que se resisten a llegar, algunos funcionarios parecen creer que solo con el millaje y algunos discursos alcanza y sobra para recuperar las relaciones maltrechas durante más de una década y media. Para colmo, la conmoción política en Brasil, el gigante del Mercosur, y principal cliente de la Argentina, no ayuda demasiado. Al contrario.
Pero aún si esto no hubiera ocurrido, o Estados Unidos no hubiera amenazado con “cerrar” su economía, o la Unión Europea no hubiera caído en el Brexit, igual la Argentina tendría que recorrer un muy largo camino para volver a reinsertarse en el mundo. Por un lado, dando muestras sostenibles de seriedad y cumplimiento de los acuerdos suscritos; de respeto a las leyes vigentes, y de decisión de defender principios generales de propiedad, tanto física como intelectual, lo que hasta ahora sigue pendiente, como ocurre con las patentes, la Ley de Semillas, el derecho de propiedad para extranjeros, la libre disponibilidad de remesas, etc. Es lo mínimo que se requiere para cualquier inversión externa.
Pero también se necesita un esquema “atractivo” para que capitales productivos se inmovilicen y afinquen en el país. Una política impositiva lógica y cumplible; costo razonable para la mano de obra; o desregulación y simplificación de trámites operativos, entre otras muchas cosas, son imprescindibles a la hora de definir un plan de trabajo.
¿A quien se le ocurriría hacer una inversión de mediano-largo plazo sin estas condiciones mínimas?.
El segundo aspecto es el comercial. Aumentar la cantidad y el monto de las ventas al exterior, y ahí la tarea pendiente es casi de la misma magnitud que para las inversiones.
El caso es que Argentina retrocedió relativamente en términos productivos y, más aún, perdió fuertemente competitividad.
De ahí que se vuelva al círculo vicioso: se necesitan capitales productivos (que no hay), para aumentar la producción y hacer crecer las exportaciones que no son competitivas, por el alto costo argentino, y el desfase del tipo de cambio.
Atrapado sin salida.
Así, mientras las autoridades insisten con la agregación de valor, la realidad muestra que los esquemas más frágiles son, justamente, los más diversificados y que requieren mayor inversión tecnológica. Los que más sufrieron, y sufren, las contingencias de la economía son, justamente, las empresas y actividades mano de obra intensiva, más aún si se encuentran alejadas de los puertos y de los grandes centros de consumo. Ni hablar si además, son dependientes de energía.
Por el contrario, los graneles, los masivos, los “commodities” son capaces de resistir mucho mejor las alternativas de una economía que no parece tener demasiado en claro todavía hacia donde se orienta.
No extraña, entonces, que el comercio exterior cada vez se concentre más en los PP (Productos Primarios), y apenas algunas MOAs (Manufacturas de Origen Agropecuario), mientras que el resto se desplomó, y sin miras de recuperarse en el corto plazo.
Por supuesto que ante semejante panorama, lo mejor sería que la producción no crezca demasiado, y que siga concentrada en la demanda del consumo interno, de lo contrario, los volúmenes adicionales difíciles de exportar, se volverían como un boomerang nuevamente contra la propia plaza local, demoliendo más aún la rentabilidad.
Por eso, más allá del voluntarismo oficial, y de la seguidilla de viajes encarados con más o menos entusiasmo, y con mayores o menores comitivas empresarias, los resultados van a brillar por su ausencia, al menos, hasta que el Gobierno encare un verdadero y claro plan, consistente con el objetivo de producir para exportar, y se faciliten y abaraten al máximo las acciones para lograrlo.
Recién una vez hechos “los deberes internos”, se podrá esperar comenzar con una nueva etapa en la que sea más negocio producir internamente, que ir de shopping a Santiago de Chile, o a Miami, y que los productos argentinos no terminen siendo “los más caros del mundo”, como ocurre hoy con la mayoría de los alimentos.